Nietzsche: Hay que aprender a amar



Hay un admirable fragmento en La gaya ciencia (334, “Hay que aprender a amar”) que habla de la música, pero que podría aplicarse al acto de leer un gran texto y, en general, a todo verdadero acto de lectura (de un libro, un cuadro, una sinfonía) y, más allá, de amor. Describe puntualmente las etapas que atravesamos cuando nos confrontamos con una gran obra: el esfuerzo necesario, la paciencia, la familiaridad y la recompensa final. Toda genuina lectura es, desde luego, un acto de amor y hospitalidad:

Lo mismo nos pasa con la música: primero se tiene que aprender a oír una figura, una melodía en general, a saber detectarla, a distinguirla, a aislarla y a delimitarla como si tuviera una vida aparte; luego, a pesar de su extrañeza, se requiere de algún esfuerzo y buena voluntad para soportarla, paciencia frente a su mirada y expresión, practicar la generosidad frente al aspecto sorprendente que hay en ella: –finalmente, llega el momento en el que nos hemos familiarizado con ella, en que la esperamos, intuimos que, si nos faltase, la echaríamos de menos; sigue ejerciendo más y más su presión y encanto y no termina hasta que nos hemos convertido en su humilde y seducido amante, quien no quiere nada más del mundo que a ella y solo a ella. Pero esto no solo nos pasa con la música: así es precisamente como hemos aprendido a amar todas las cosas que ahora amamos. Siempre acabaremos siendo recompensados por nuestra buena voluntad, por nuestra paciencia, justicia, dulzura, frente a lo extraño, cuando lo extraño se quita lentamente su velo y se revela con toda su nueva e indecible belleza: no es sino su agradecimiento por nuestra hospitalidad. Pero quien también se ama a sí mismo lo habrá aprendido haciendo este camino: porque no hay ningún otro. También hay que aprender a amar.

Pocos fragmentos revelan mejor la humanidad de Nietzsche (y su mejor humanidad) que este. Amar, en efecto, amar genuinamente cualquier cosa, es un proceso. La hospitalidad final es recíproca: hemos recibido al objeto amado en nosotros, pero este, a su vez, acepta recibirnos a nosotros. Aplica para los grandes textos –las obras de arte, en general– y más aún, quizá, para las personas. Amar es leer al otro.

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